Si ponemos a un argentino y un tailandés
en un ring de box y apostamos a quién es el más vivo de los dos, ¿quién
gana?...El tailandés por knock out.
Si los argentinos creían que podían ser los más vivos del mundo es porque
Tailandia les queda lo suficientemente lejos como para topárselos y comprobar
que les superan. Imagínense lo que sería si Argentina y Tailandia estuvieran
una al lado de la otra: una bomba molotov!
Desde que llegamos a Tailandia, de a
ratos he tenido la extraña sensación de sentirme como en casa. Un déjà vu
constante hacia una vida lejana en donde yo estaba acostumbrada al piola del
día. Aunque hay que admitir que, en formas, los tailandeses desempeña mejor su
papel de gentleman que los
argentinos. Esa sonrisa que los define, muchas veces termina siendo una trampa
macabra para los “cara de extranjeros” que no podemos disimular nuestra raza.
Desde que llegamos, siempre nos recorre
esa falsa sensación de salir ganando, como cuando padre e hijo juegan una carrera
y siempre gana el hijo por la propia decisión del padre. Pero llega un día en que
gana el hijo porque es suficientemente fuerte para comenzar a superar al padre.
Eso es exactamente lo que nos está pasando con los gentlemen tailandeses.
Desde que llegamos a este país, nadie ha
dejado de reverenciarnos lo suficiente, siempre y cuando hubiera propina de por
medio. O simplemente termináramos pagando la cosecha entera de la oferta del
día. Cada vez que entrábamos al restaurant del hotel, nuestra mesa de desayuno
terminaba agobiada de frutas, cuando nuestro pedido se limitaba al sumo del día
y los cereales. Pero la amabilidad de esta gente no tenía límites y uno se
dejaba mimar por estos nuevos amigos. Lo que no sabíamos, es que también se
agobió de baths nuestra cuenta del hotel
tanto como de frutas nuestra mesa. Y nosotros dejándole propina por la buena
atención!
Así comenzaron las sospechas de que
estábamos sufriendo algo así como argentinadas. Los taxistas no bajan el
contador para llevarnos a algún lugar. En el mercado nos daban precios
desorbitantes y nosotros con nuestra cara de triunfadores entrábamos en el
bendito juego de regatear y terminábamos contentos con un precio final que era
3 veces más de lo que salía en cualquier tienda de pueblo. De una semana para
la otra nuestra compra de verduras se duplicaba con exactamente la misma
cantidad de productos, sólo por portación de cara.
Pero el oro se lo lleva el cars rent por lejos. Alquilamos un coche
para estos cien días en un lugar sospechosamente cutre. Algo así como el
parking de la casa de alguien que montó su propia empresa, (nada que ver con
los parkings de Palo Alto, California). Pero como aquí todas las tiendas son
sospechosamente cutres y venía recomendado por la empresa, no dudamos de sus
buenas intenciones.
El primer día que salimos con el coche
nos quedamos sin batería con 3 kilos de pollo y cerdo encima y dos enanos
dormidos. De más está decir que el coche es automático con lo cual nuestras
posibilidades de arrancarlo se disminuían imperiosamente. Los taxistas del
supermercado nos ayudaron, con propina de por medio. El medidor finalmente pudo
comprobar que la batería estaba literalmente descargada y que era necesaria
otra batería.
Superada el primer escollo, nos dimos
cuenta que las ruedas estaban completamente
lisas. Digamos que con la cantidad de lluvia que cae por día, nos negábamos a
ser aeroplanos en la carretera por lo que Agus reclamó un cambio. Después de
ganar la batalla de pagarlas-no pagarlas, logró el cambio de ruedas.
Casualidades de la vida hicieron que 2 horas después del cambio no-pago, la
rueda estaba pinchada. Vuelta al garaje cutre y esta vez con un pedido de pago
del doble del valor anterior.
Para este entonces, ya desacostumbrados a
los artilugios latinoamericanos, habían colmado nuestra paciencia.
Empecé a pensar que definitivamente había
una trama corrupta que atentaba contra nosotros: la casa de alquiler de coches
había contratado a los taxistas para poder obtener nuestra propina, una vez
cargada la batería. Los taxistas fueron advertidos del no pago de la rueda y
pusieron un clavo en el camino entre la tienda y nuestra casa. El dueño de los
coches, al no recibir el pago de la rueda pinchada, advirtió a la señora que
vendía aquellos bonitos vestidos, que éramos extremadamente peligrosos y que
nos cuadruplicara el precio de cualquier prenda que yo pidiera. La señora de
los vestidos, al ver que el regateo llegaba tan bajo, advirtió a la verdulera
que debía recuperar lo perdido en la puja y ésta dobló el precio de la compra
del día. La verdulera comentó al encargado del restaurant del hotel que
seguramente dejaríamos poca propina y decidió comprarle más frutas para
llenarnos la mesa y la cuenta.
Bueno, probablemente la trama corrupta no
es tal pero al menos ya hemos desenmarañado algo de las intenciones
tailandesas. A ver si por fin, en los próximos meses crecemos un poco y le ganamos a los padres. Estos tailandeses nos
tienen de hijos! Y eso que somos argentinos…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar¡Impecable!
ResponderEliminarMenos mal que, una vez pagado el derecho de piso, lo que los tailandeses no calcularon que en la pulseada se las tendrían que ver con argentinos.
ResponderEliminarEs de no creer la que se montaron!
Muy bueno tu escrito, Luchi! Impecable, es verdad
Gracias Pipi! Qué emoción saber que estás por ahí leyéndome!
ResponderEliminarY Moni, andá preparándote, no sabes lo que te espera, jajajaja.