sábado, 31 de agosto de 2013

La vida entre paréntesis

Dicen que los niños comienzan a tener recuerdos  concretos de su vida a los 5-6 años. Pero tengo la gran
esperanza que alguno de nuestros momentos tailandeses se cuelen en la memoria de Ian como un intruso o en los llantos de Mila en forma de sueño y que se queden alojados en lo más profundo de su inocencia.

Pero si no fuese así, si ningún recuerdo se hiciera lo suficientemente corrupto como para robarles un pedazo de su memoria, he aquí estas instantáneas que les guardo en letras. Unas instantáneas de aquella vida entre paréntesis, en un país que nos recordó que lo natural y puro sigue vigente a pesar de las exigencias humanas; que nos enseñó que los miedos son adultos y la adaptación a los cambios son de pequeños; que se nos tatuó en un verano cualquiera para no borrarse.

Me hubiera gustado poder contarles/aros a qué saben las frutas de Tailandia, cómo era mi barrio y la lavandería de la esquina, los mitos que desmitificamos, las “occidentaladas” que nos mandamos, el hermoso viaje a la isla de James Bond que hicimos, cómo era la televisión tailandesa, los hospitales- hoteles que nos cruzamos y el comercio de la sanidad, la historia de los reyes, de Taksin, el mundo tailandés según Ian….

Pero sé que sabrán disculparme porque mientras tanto estaba saboreando mi propia Tailandia, esa que quedará como una estampa en mi memoria.

Hoy se me hace raro llegar a mi casa y no sacarme los zapatos, no agachar la cabeza con las manos trianguladas para saludar, no desayunar mango ni tener esa sensación de miedo al picante ante cada comida, no esperar la toalla refrescante con olor a lemongrass en ningún restaurante ni hotel, no tener las aglomeraciones de thais alrededor de Mila, no cruzarme ni altares con ofrendas, ni tuk tuk de colores, ni monjes en naranja, ni sopas en bolsas de plástico, no reírme ante el "same,same", no disfrutar las historias de Um ni los consejos de Nice ni las cenitas con Flor (claro que sí!), no oler la tormenta, no escuchar a los pájaros.

Hoy se me hace raro no estar en Tailandia, aquel país que fue un paréntesis feliz en la vida de esta familia de cuatro.

Sawasdee kaa Tailandia!


lunes, 26 de agosto de 2013

Chiang Mai

Chiang Mai es aquella rara coincidencia que se repite cada vez que un viajero responde a la pregunta qué fue lo que más te gusto de Tailandia. Demasiadas veces había escuchado ya ese nombre de 2 palabras, que al principio me costaba recordar pero sabía que, fuera como fuera, no teníamos que dejar de visitar.

Aprovechando la oleada de visitas que recibimos en el último tramo de esta estancia, decidimos que teníamos que cerrar nuestra experiencia visitando Chiang Mai, la ciudad de los 350 templos, en familia. 

Acordamos finalmente que nos encontraríamos en la ciudad del norte, con llegadas escaladas y que al final podríamos hacer un viaje estilo terapia familiar, sumando al equipo a Moni, mi suegra, y Mache, mi cuñada.

Con la cancha que ya me había dado aquel viaje a Bangkok, me subí nuevamente al avión con los dos enanos sola para encontrarme con la otra mitad del equipo, las chicas Ubirias, a falta del DT que llegaba al día siguiente, después de trabajar. Llegar fue fácil y encontrarnos mucho más.

Cuando salimos a deambular por las calles de Chiang Mai descubrimos que todos los mitos sobre la ciudad eran completamente ciertos: todo es más barato, los hombres  y mujeres son mucho más guapos y la gente es más amigable que en otras partes de Tailandia. Se volvía a cumplir aquella profecía norte/sur que tantas veces se repite absurdamente y sólo en algunos casos, como este, se acerca a la verdad: el norte es mejor que el sur. Y pensé para mis adentros que por fin estaba volviendo aquella imagen de la Tailandia amigable que hacía 8 años había dibujado en mi cabeza y que traicionaba mi recuerdo con la sospecha de mutación.

El primer amigo que hicimos fue Sittichai Pornpratansurk, el taxista más agradable del mundo. Las casualidades de la vida quisieron que él se convirtiera en nuestro chofer y guía de la ciudad. Grande fue nuestra decepción cuando vimos una cruz colgada de su retrovisor y no la parafernalia budista a las que estamos acostumbrados. Le preguntamos de qué religión era y nos dijo que Bautista. Cuánta mala suerte hay que tener para que en una ciudad que se caracteriza por tener 350 templos budista justo nos toque la representación del 1% de los bautistas! Evidentemente las dudas sobre el budismo quedarían para el 95% de los budistas restantes que caminaban las calles de Chiang Mai.

Khun Porn-prantansurk realmente no hacía honor a su apellido, salvo cuando quiso ligar con mi suegra preguntándole su edad (grave error) y diciéndole que era “very beautiful” (gran acierto). Su mirada inocente de joven trabajador quedó patitiesa después de comprobar lo que 3 mujeres argentinas pueden hacer durante tantas horas en un taxi.

Nuestro primer destino fue el campo de elefantes Mae Sa. Ian estaba tan excitado casi como la primera vez.
Foto de Moni
Esta vez el show del riding elephante se extendía con una puesta en acto de los elefantes que nada tiene que envidiarle a los mejores shows de Las Vegas. Nos pusimos en la cola de los espectadores para hacer lo que toca: darle de comer a los elefantes  y sacar la misma foto que circulan en los facebooks chinos.

Considerando que estos animales comen 150 kilos de comida al día, nuestra ración podía llegar a quedar en la muela del elefante. Pero aun así, el entrenamiento de estos animales es tan efectivo que no solo no se escucharon quejas sino que, además, las 4 bananas que le dimos funcionaron cual Viagra. De repente junto a mi cuello y el de Ian se erguía una trompa con punta viscosa preparada para hacer la gracia del día: darnos un beso en agradecimiento de las bananas. Nuestra negativa hacia el gesto fue en vano porque la trompa ya estaba decidida a funcionar. De repente la trompa del elefante se posó en mi cuello, con un leve ruido que solo yo pude escuchar, y empezó a succionar la piel para juntar fuerzas y por fin hacer el resoplido final de satisfacción. La sensación fue escalofriante y la baba del elefante no dejaba de resbalar por mi cuello.

 El domador, con cara de orgullo, felicitaba al elefante quien me miraba con cara de perverso diciendo con sus ojos: “si me das otra banana te doy un beso francés”. Preferí correr hacia la otra punta intentando olvidar al elefante perverso, pero fue casi imposible hacerlo ya que durante toda la mañana  el olor a elefante me cubrió el cuello y el resto del cuerpo. El espectáculo siguió con un partido de fútbol elefantino y unos elefantes pintores. Espero que al menos mi elefante perverso sea de los del show de pintores, para tener algo en común de qué hablar.

Foto de Moni
Un taxista Porno-ligón y un elefante besucón habían sido demasiado por un día, así que decidimos que nuestro próximo destino sería un templo para poder perdonar nuestros pecados.

Al otro día y ya con la pandilla completa, nos fuimos al templo Wat Prathat Doi Suthep. Es un templo que está ubicado en la cima de una sierra y que tiene muy buenas vistas de la ciudad, lástima que la niebla jugó en nuestra contra. En él aprendimos que hay 7 budas que se corresponden con los días de la semana, según el día que naciste. Descubrí que el mío es el buda reclinado y casi que encontré explicación a mi vocación de sueño.

Digamos que de todos los templos en los que hemos estado, este fue el más activo, tanto que me arriesgaría a decir que es el Disneylandia de los templos: había piedras donde se dejaban los nombres de los visitantes, una tela donde se escribían los deseos, campanitas con los nombres de parejas y hasta un monje que “bautizaba” sin cargo. Ahí fue cuando Mila recibió su primera agua bendita de manos de un monje casi tan antiguo como el templo y su pulserita “espantamalosespíritus” con las palabras más alentadoras del mundo: Happines, happiness, happiness. Ian también se puso en la cola y aquella pulserita que en algún otro momento le causó tanto conflicto le duró lo que tardamos en llegar al hotel.


Foto de Moni
Foto de Moni



















El día lo terminamos en la comunidad de las “Long Necks”. A pesar de las advertencias sobre lo deprimente del espectáculo, queríamos comprobar cuánto podíamos soportar al ver la cultura manoseada por esta Tailandia que a veces se vuelve tan cruel.

Craso error. Me explico: Long Necks es una comunidad de mujeres que por belleza entienden tener el cuello largo. De allí que se alarguen el cuello con una especie de collares que añaden cada vez más piezas, a medida que se les deforma la cara. Hasta allí puede sonar una experiencia antropológica interesante. Sólo hasta que llega uno a la comunidad y se da cuenta que los cuellos han sido escandalosamente comercializados en pos de un turismo tan retorcido como la propia comunidad (entre los que obviamente nos encontrábamos nosotros). A tal punto llegan las ansias de rentabilidad que han montado un escenario en donde cualquiera se puede sacar una foto montando su cara en un círculo que descubre un cuerpo de una long neck. Nos fuimos de allí con 500 baths y 20 minutos menos de nuestras vida, reprochándonos haber entrado al espectáculo.


El resto de imágenes se quedaron en el Ching Mai prolijo, ordenado, con veredas (cosa rara en Tailandia). En aquella ciudad Tailandesa más próxima al barrio de Gracia o Palermo Hollywood que al desorden de Bangkok. En los mercados más baratos del mundo con las cosas más bellas del país. En los restaurantes que entretienen a tu bebé mientras uno come tranquilo. En los hombres que dicen piropos, en la mirada de un pueblo simpático que no hace esfuerzos para convencerte de las cosas, porque las cosas ya nos convencen por su propia cuenta.

Tal vez por todo esto, Chiang mai sigue cautivando a todos aquellos que tenemos la suerte de pasar por ahí.





martes, 20 de agosto de 2013

The site

Sabido es que a casi 3 meses de estar en Tailandia la única razón nombrada de este viaje ha sido siempre el trabajo de papá. Pero ¿qué es el trabajo de papá? Probablemente no tenga sentido explicarlo con detalles, pero sí merece un pedacito de atención nuestra visita al famoso “Site”, el lugar donde cada mañana papá dedica sus 8 horas laborales .


The site se ha vuelto una palabra muy común en nuestras conversaciones desde que llegamos aquí. A primera vista podría ser cualquier sitio. De hecho, si Agus recibiera un mensaje de una chica diciendo “Nos vemos en el Site”, casi que podría comenzar a dudar de su fidelidad. Sin embargo, a día de hoy, es una palabra que tiene tal institución propia que se ha convertido en el centro neurálgico de la vida de muchos de los que estamos aquí.

The site , en paisano, es una obra en construcción. Es donde se está construyendo un hotel, ese que desde hace varios meses ocupa la rutina laboral de papá.  

La primera vez que pasamos por the Site, fue de regreso del aeropuerto, con una lluvia torrencial que opacaba cualquier paisaje digno de ser deducido entre los ladrillos. No solo la lluvia molestaba nuestras expectativas, sino también una obra en construcción a medio hacer que se confundía con la mismísima cultura tailandesa. No fue mucho lo que pudimos ver, pero al menos Ian ya había dibujado en su cabeza donde estaba papá cuando se iba a trabajar.

La segunda vez que fuimos al site fue de paso a una de nuestras excursiones. Esta vez el sol se había puesto de acuerdo con los tailandeses y pudimos ver lo que empezaba a aparecer entre los escombros: un hotel de verdad.

The site por fin tomaba forma y podía leerse parecido a aquellos renders que tantas veces hemos mirado. Tal vez el empujoncito de un footshooting para una revista inglesa hizo que el turbomotor de la constructora promoviera entre sus empleados una velocidad que nada tiene que ver con la idiosincrasia tailandesa.

Cuando llegamos al site, era un domingo. Los empleados que estaban trabajando nos miraron con la misma cara que se mira a los inspectores de Hacienda. Por un momento deben haber pensado que éramos de la famosa revista, pero nuestras pintas playeras y nuestro poco glamour dejó claro que no podríamos ser ni siquiera clientes. Así que se dieron vuelta y siguieron trabajando.

Dos cosas me llamaron enormemente la atención: la primera, la cantidad de mujeres trabajando en la obra; la segunda, la cantidad de hombres recostados durmiendo. Y os juro que ambas apreciaciones nada tienen de intencional en el debate sexista!

En Tailandia es normal ver a muchas mujeres trabajando en las obras en construcción, cosa que me hizo pensar que a nivel de igualdad de sexo están mucho más adelantados que los occidentales. Según cuentan, muchas de ellas vienen con sus maridos desde cualquier lugar de Tailandia o de Birmania para trabajar juntos y mantener a sus familias.

En cuanto a la siesta, creo que nada tiene que envidiarle a nuestra querida España. Además, todo trabajo que requiera esfuerzo físico debe tener un descanso de cómo mínimo 20 minutos por ley, lo cual es claramente imaginable, ya que en lugares como este donde el calor azota hasta a los que estamos debajo del ventilador, los descansos se vuelven más que necesarios. Aunque es sabido que las siestas en The Site son como aquellas que se le roban a la muerte y que el tema de los turnos, la eficiencia y la división de trabajo todavía no ha llegado a rumorearse por esta comunidad.

Van vestidos como si estuvieran a punto de robar un banco. Sólo dejan ver sus ojos a través de dos agujeros que si pudieran taparían con anteojos, con la única misión de no encontrar al sol. De vez en cuando, alguno encima de todo ese ropaje se acuerda de lucir el casco. Pero generalmente coincide con alguna que otra casualidad.

Después de varias vueltas por la construcción, chocando maderas, interrumpiendo comidas obreras y fotografiando inacabados, ya teníamos un plano concreto de por qué estábamos aquí. The site encarnizaba una causa de un viaje que ya está llegando a su fin. Le vimos la cara despeinada. Pero, por suerte, no falta mucho para que aparezca su peinado y nos quede en el recuerdo como la mejor excusa de un viaje inolvidable.


martes, 13 de agosto de 2013

Brave mothers

Mi valentía con los años ha ido decayendo a pasos agigantados, supongo que por el confort que nos permite el ser dos para enfrentar problemas o que el arriesgarnos a tomar ciertas decisiones acompañados siempre es más fácil. Pero apareció ante mí esa oportunidad de volver a comer espinacas como Popeye y desempolvar aquella fuerza que me retraía a mis veintitantos.

El hecho que nos afecta no es de destacar, debo confesarlo. Pero en mí, resultó ser un hito en mi carrera de madre y en mi currículum de valentía. Estoy hablando del simple hecho de tomarme un avión hasta Bangkok sola con los dos enanos. El plan era simple: me tomaba el avión en Phuket, me bajaba en Bangkok, iba al hotel señalado y me encontraba con la madre suplente, mi gran amiga Viqui, para disfrutar unos días juntas en la capital tailandesas.

El plan no tenía nada por donde podría fallar pero cuando Gaby, mi cuñada, mi ejemplo de madre valiente, con una vasta experiencia en viajes solitarios en aviones con enanos, me dijo “Te vas a ir sola??? En ese país??” entonces empecé a preocuparme por mi futuras ansias de ser una madre coraje. Pero ya era tarde y la decisión estaba tomada. Sólo nos quedaba sacar músculos e intentarlo.

El avión partía muy temprano en la mañana y el check in fue solo un trámite. Mi falta mayor en ese lapso de tiempo de espera fue solo la parte de “Mamá tengo frío. Ian no te traje nada, cubrite con el pareo”. Después de eso no hubo mayores sobresaltos.

Subimos al avión y supongo que la cara de lástima que ya había practicado en casa hizo efecto en las azafatas,  quienes me ayudaron con todo lo que estaba en sus manos. Todo estaba tranquilo, hasta el momento en que el avión literalmente comienza a rodar por la pista, preparado para despegar. Fue entonces cuando siento que Ian me toca el brazo despacito y con su cara de perrito mojado me dice “Mamá, caca”. Lo único que le pude preguntar en el momento fue si se la aguantaba y como una oveja a punto de ser esquilada me dio un sí como respuesta. Aguantó como un campeón y de nuevo las azafatas actuaron como un salvavidas de viaje.

Cuando llegamos a Bangkok, era la hora pico y por recomendación del punto de información del aeropuerto decidí llegar al hotel vía autobús-tren. Bien sabido es por estos lares que quedarse varado en un traffic jam en el medio de Bangkok puede convertirse en la peor de nuestras pesadillas.

 Subir al autobús con una pequeña maleta, una mochila con un bebé y un niño de 3 años no podía pasarle desapercibido a nadie. Mucho menos a los chinos! Uno de ellos, muy jovencito y amable, se levantó al verme tan cargada y me acompañó con mi equipaje hasta un asiento más o menos cómodo para desplegar todos mis “bártulos”. El chino no paraba de mirar a Mila y amagó varias veces con los brazos a agarrarla en posición de ayuda.

 Mila se aferraba a mí con uñas y dientes porque sabía lo que se venía, de tanta experiencia oriental. Ante su intento fallido, el chino decidió sentarse a mi lado y a continuación atacó con la típica pregunta china: ¿Puedo sacarle una foto? Fue muy difícil decirle que no después de tanta amabilidad. Se dispuso con su mega cámara a buscar el mejor perfil. Juraría que Mila se escondió detrás de su sombrero y pensó para sus adentros “mamá, te odio”. Pero todo tiene un coste en esta vida y desde pequeña tendrá que aprenderlo.

Detrás de mí subió una norteamericana muy simpática preguntando si alguien iba a su mismo hotel. Cuando clavó la vista en mí, me preguntó: Are you  travelling alone with your two kids? Claro que lo estaba. Entonces disparó: What a brave mother! La espinaca estaba haciendo efecto! Mi sonrisa se reflejó por el vidrio de la ventana, junto con el flash del chino que no paraba de sacar fotos a Mila.

El resto del viaje fue de anécdota. Lo pasamos muy bien con mi madre suplente, que por cierto también en su honor le cuelgo el título de brave mother.

Por esos días nos enteramos que se acercaba el día de la madre en Tailandia. Desde 1976 los tailandeses celebran el día de la madre el 12 de agosto de cada año. Ese día coincide con el cumpleaños de la reina de Tailandia Her Majesty Queen Sirikit, muy querida por todos los tailandeses y considerada la madre de todos ellos.

Desde entonces, el día de la madre thai es feriado nacional en todo el país. Se despliegan banderas azules que son las banderas de la reina, se cuelgan retratos de la reina con ofrendas y los hijos regalan a sus madres orquídeas a cambio de su bendición. Los míos prefirieron regalarme unos masajes durante 2 horas, lo cual agradezco bastante más que unas orquídeas que poco valor de cambio podrían tener con mi bendición.


El viaje duró 3 noches y 4 días, lo suficiente para que Viqui y yo nos recibiéramos por fin de brave mothers, junto a la reina Sirikit. Subimos al avión de regreso con la tristeza de dejar a la madre suplente volver a casa. Cuando estábamos despegando para volver a casa siento la mano de Ian en mi espalada: “Mamá, caca”.

sábado, 3 de agosto de 2013

Nice

A primera vista, Nice es todo cabellos.  Es imposible no pararse a admirar ese negro que no se acerca ni al
azabache. Un negro que, diría yo, crea estilo de negro con su propia personalidad. Su negrura se desliza casi hasta su cintura y por eso se vuelve tan importante en su cuerpo. Digamos que su cabello, a primera vista, hace al 70% de su personalidad. Sólo hasta que hablas con ella.

La cabellera comparte la mitad de su cuerpo, algo que no es difícil de lograr con sus medidas tailandesas. Pero esa pequeñez contrasta con la antigüedad de su corte de pelo, que se mantiene dentro de su juventud por los secretos ancestrales que reserva el aceite de coco.

Lleva consigo una calma envidiable, propia de quien sabe ser budista a ultranza. Su pequeño cuerpo se mueve con la misma perfección que le exige a las cosas que hace.  Se ríe suavemente, sin exagerar, y me atrevo a decir que esos ojos recurren frecuentemente a alguna que otra tristeza. Solo una vez la vi deshacerse de sus impecables gestos, cuando le invité un shake de mango con leche de coco. Fue entonces que me di cuenta que la niñez  también estaba escondida en sus ojos.

Heredó un inglés brillante, como toda ella, de una empresa norteamericana en la que trabajó durante muchos años. Hasta que un día decidieron hacerle el favor de motivarla a buscar su propio caminó. Fue entonces cuando empezó a vivir lo que es hoy su vida, como emprendedora mujer y tailandesa. Si le preguntas a qué se dedica, prefiere definirlo como real estate, pero yo creo que en el fondo su profesión es ser la mejor amiga tailandesa de las expats perdidas que andamos por esta selva.

Es vegetariana y pierde sus modales por cualquier tarta de chocolate o crema. Su cara de placer ante un bocado de dulce de leche hizo que ella misma desconfiara de su diplomacia por un rato. No pasó lo mismo, al probar la tortilla española. La insensatez de sus cejas me dejó percibir una pequeña duda acerca de esa comida occidental tan estrictamente consistente a la que su paladar irradiaba señales de extrañeza. Pero al final repitió plato, tal vez por su excesivo grado de cortesía o porque realmente lo exótico va con ella.

Su edad iguala a la mía y su primera reacción al saberlo fue: “I love kids, but I was not lucky”. Al principio me sonó como una justificación social pero luego me di cuenta que era una pura sensación de deseo al ver a mis hijos.

Nunca ha viajado a Europa pero ha estado en la preeuropa. Primera vez que oía ese concepto y segunda vez que escuchaba hablar de Kazajistán en mi vida. Más tarde supe que allí vive su pareja. Tiene dos hermanos, uno de los cuales es monje. En su discurso se traduce una familitis aguda y creo que eso ha hecho que se encariñara tanto con nuestro pequeño grupo de cuatro.

Me ha enseñado casi  todo lo que sé acerca de este país. Y lo ha hecho de la misma manera que a  mí me hubiera gustado transmitir mi propia historia a alguien ajeno. Sé que mi viaje tal vez no hubiera sido lo mismo sin ella.

Por ello, y por el gracias que le debo, en estas letras mi pequeño homenaje para Nice.




jueves, 1 de agosto de 2013

Koh Samui

Dicen que los viajes improvisados son los que mejor salen y este fue el caso de nuestra visita a Koh Samui. Cómo cuando éramos jóvenes y las plazas del coche se limitaban a dos, nos animamos a salir con un rumbo poco definido, sólo sabiendo que el destino final sería Koh Samui, la tercera isla más grande de Tailandia. Lo que quedaba por en medio lo destinamos a la sorpresa.

Arrancamos el viaje sabiendo que nos quedaban aproximadamente 4 horas para acercarnos a la costa trampolín de la isla. Dos nombres llevábamos anotados en la mano: Sura thani y Don Sak. El azar haría el resto.

El viaje en coche fue un revival de las rutas argentinas: esquivando pozos y comiéndonos alguno que otro, traspasando camiones, evadiendo los coches que se animaban a recorrer el camino por la dirección contraria. Lo único que nos recordaba todo el tiempo que estábamos en Tailandia eran los “motocarros” típicos de estos pagos, que circulaban como si fueran 4x 4 en el medio de la carretera a 2 km por hora. Agradecimos tener un pasado de conductor peligroso en alguna parte del tercer mundo pues fue la clave para sortear obstáculos en medio de la oscuridad más frondosa que habíamos visto en este país.

Dos detalles nos llamaron la atención. El primero, que nos mantuvo entretenidos un buen rato, fue intentar dilucidar quién era aquel cowboy con pistola en mano que aparecía repetidas veces en la “colita rutera”. Abro Paréntesis. Fue mi marido quien me apuntó este nombre. Quiero pensar que entendió que le estaba preguntando por el nombre del “tapa ruedas” y no de alguna chica vestida de cowboy parada en la carretera que yo no llegué a ver. Por favor, sexo masculino corroboradlo para confirmar que no me perdí de nada importante. Cierro paréntesis.

Entonces, hablábamos del dibujo de cowboy, un dibujo de estilo comic, con rasgos muy marcados cual estampa de John Wayne, apuntándonos con una pistola. Supusimos que era algún héroe americano alabado por los thais, aunque tenía un aire a Jesucristo. Lo curioso es que la imagen se repetía en todos los camiones, probablemente porque es el dios protector de los camioneros o cabe pensar que era el único motivo de “colita rutera” que quedaba en el concesionario.

El segundo detalle fue que en todo el trayecto que hicimos entre Phang nga y Surat thani no nos cruzamos ni con una sola gasolinera. Otro hubiese sido la historia si no hubiésemos tenido el tanque lleno.

Finalmente llegamos a Don Sak y en nuestro camino al puerto desde donde partía el Ferry, nos cruzamos con el cartel de un hotel. Phupa se llamaba y como nos cayó simpático el nombre decidimos adoptarlo. Eso es lo que tienen los viajes improvisados, que uno elige según cómo suenan los nombres.  El hotelito era propiamente una phupa en el culete. Gracias a dios era de noche y como alguna vez he comentado, todo de noche suena más bonito.

Agus tuvo tiempo hasta de regatear el precio de la habitación y cuando volvió al auto con esa sonrisa que ya conocemos, sabía que nos esperaba algo más allá del estadio “malo”. Pero no nos importó porque lo único que deberíamos hacer en él era cerrar los ojos y dormir. Salvo las hormigas en la cama, que por sorteo me tocaron a mí, y un baño de cemento pero limpito, debo decir que nos terminamos encariñando tanto con el  papel higiénico en paneras de plástico como con sus toallas dispuestas elegantemente en forma de flor.

Esa noche decidimos orientar al azar un poquito y con 12 horas de anticipación reservamos un hotel con encanto en la isla. Ante una preselección rápida nos declinamos por una oferta que complementaba el ahorro que habíamos logrado en el Phupa Resort y nos dimos un gustito.

El viaje en Ferry fue con coche incluido y comenzó  a primera hora de la mañana, cuando las hormigas me dejaron de picar. El ferry se asimilaba a un barco carguero, pero habían tenido la simpatía de pintar de colores aquellas partes que estaban fuera de uso. Esta vez no hubo sobresaltos ni nada por el estilo, aunque la peli Avatar de Phi Phi fue reemplazada por la Señora de Siemezuck tailandesa que tenía una cocina digna de aquella época.

Llegamos y de verdad que parecía el paraíso. Creo que hasta había olor a paraíso. Pero hay que estar ahí para poder explicarlo. Nuestra improvisación también llegaba al punto de que en realidad no sabíamos nada de la isla, por lo que nos dejamos llevar por el paisaje. Bajamos en el coche y nos inundamos de Koh Samui. No teníamos ni idea dónde quedaba el hotel, a tal punto que los caminos extraños nos llevaron al medio de la selva, literalmente. Fue el momento en que desplegamos al fiel compañero google maps y llegamos al destino disfrutando del entorno.

He de admitirlo, eso de orientar al azar a veces está muy bien. Nuestro hotel, hasta donde veíamos, entraba dentro de los límites de la perfección. Pero entonces llegó Agus de nuevo con su sonrisita. ¿Qué paso? Nos “upgradeieron”. Traducido al español: nos mandaron a bussiness. ¡Nuevamente el azar! O tal vez un bebe con posibilidades de molestar a medio hotel, pero qué importa, si su intención era evitar nuestra aparición pública, lo lograron.

Cuando la chica de la recepción, vestida con un uniforme parecido al de la princesa Laia en Starwars, abrió la puerta de la habitación apareció ante nosotros el paisaje más conmovedor de este pequeño gran viaje. Tanto nos conmovió que no creímos necesario durante dos días tener contacto alguno con cualquier otro tipo de realidad.


La alegría de tanta belleza nos duró 2 días y una noche, lo suficiente como para ser felices desde entonces y felicitarnos una vez más por seguir improvisando y creyendo en el azar.