Chiang Mai es aquella rara coincidencia
que se repite cada vez que un viajero responde a la pregunta qué fue lo que
más te gusto de Tailandia. Demasiadas veces había escuchado ya ese nombre de 2
palabras, que al principio me costaba recordar pero sabía que, fuera como
fuera, no teníamos que dejar de visitar.
Aprovechando la oleada de visitas que
recibimos en el último tramo de esta estancia, decidimos que teníamos que
cerrar nuestra experiencia visitando Chiang Mai, la ciudad de los 350 templos,
en familia.
Acordamos finalmente que nos encontraríamos en la ciudad del norte,
con llegadas escaladas y que al final podríamos hacer un viaje estilo terapia
familiar, sumando al equipo a Moni, mi suegra, y Mache, mi cuñada.
Con la cancha que ya me había dado aquel
viaje a Bangkok, me subí nuevamente al avión con los dos enanos sola para
encontrarme con la otra mitad del equipo, las chicas Ubirias, a falta del DT
que llegaba al día siguiente, después de trabajar. Llegar fue fácil y
encontrarnos mucho más.
Cuando salimos a deambular por las calles
de Chiang Mai descubrimos que todos los mitos sobre la ciudad eran
completamente ciertos: todo es más barato, los hombres y mujeres son mucho más guapos y la gente es
más amigable que en otras partes de Tailandia. Se volvía a cumplir aquella
profecía norte/sur que tantas veces se repite absurdamente y sólo en algunos
casos, como este, se acerca a la verdad: el norte es mejor que el sur. Y pensé
para mis adentros que por fin estaba volviendo aquella imagen de la Tailandia
amigable que hacía 8 años había dibujado en mi cabeza y que traicionaba mi
recuerdo con la sospecha de mutación.
El primer amigo que hicimos fue Sittichai
Pornpratansurk, el taxista más agradable del mundo. Las casualidades de la vida
quisieron que él se convirtiera en nuestro chofer y guía de la ciudad. Grande
fue nuestra decepción cuando vimos una cruz colgada de su retrovisor y no la
parafernalia budista a las que estamos acostumbrados. Le preguntamos de qué
religión era y nos dijo que Bautista. Cuánta mala suerte hay que tener para que
en una ciudad que se caracteriza por tener 350 templos budista justo nos toque
la representación del 1% de los bautistas! Evidentemente las dudas sobre el
budismo quedarían para el 95% de los budistas restantes que caminaban las
calles de Chiang Mai.
Khun Porn-prantansurk
realmente no hacía honor a su apellido, salvo cuando quiso ligar con mi suegra
preguntándole su edad (grave error) y diciéndole que era “very beautiful” (gran
acierto). Su mirada inocente de joven trabajador quedó patitiesa después de
comprobar lo que 3 mujeres argentinas pueden hacer durante tantas horas en un
taxi.
Nuestro primer destino fue el campo de
elefantes Mae Sa. Ian estaba tan excitado casi como la primera vez.
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Foto de Moni |
Esta vez el
show del
riding elephante se extendía
con una puesta en acto de los elefantes que nada tiene que envidiarle a los
mejores shows de Las Vegas. Nos pusimos en la cola de los espectadores para
hacer lo que toca: darle de comer a los elefantes y sacar la misma foto que circulan en los
facebooks chinos.
Considerando que estos animales comen 150
kilos de comida al día, nuestra ración podía llegar a quedar en la muela del
elefante. Pero aun así, el entrenamiento de estos animales es tan efectivo que
no solo no se escucharon quejas sino que, además, las 4 bananas que le dimos
funcionaron cual Viagra. De repente junto a mi cuello y el de Ian se erguía una
trompa con punta viscosa preparada para hacer la gracia del día: darnos un beso
en agradecimiento de las bananas. Nuestra negativa hacia el gesto fue en vano porque
la trompa ya estaba decidida a funcionar. De repente la trompa del elefante se
posó en mi cuello, con un leve ruido que solo yo pude escuchar, y empezó a
succionar la piel para juntar fuerzas y por fin hacer el resoplido final de
satisfacción. La sensación fue escalofriante y la baba del elefante no dejaba
de resbalar por mi cuello.
El
domador, con cara de orgullo, felicitaba al elefante quien me miraba con cara
de perverso diciendo con sus ojos: “si me das otra banana te doy un beso
francés”. Preferí correr hacia la otra punta intentando olvidar al elefante
perverso, pero fue casi imposible hacerlo ya que durante toda la mañana el olor a elefante me cubrió el cuello y el
resto del cuerpo. El espectáculo siguió con un partido de fútbol elefantino y
unos elefantes pintores. Espero que al menos mi elefante perverso sea de los
del show de pintores, para tener algo en común de qué hablar.
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Foto de Moni |
Un taxista Porno-ligón y un elefante
besucón habían sido demasiado por un día, así que decidimos que nuestro próximo
destino sería un templo para poder perdonar nuestros pecados.
Al otro día y ya con la pandilla
completa, nos fuimos al templo Wat Prathat Doi Suthep. Es un templo que está
ubicado en la cima de una sierra y que tiene muy buenas vistas de la ciudad,
lástima que la niebla jugó en nuestra contra. En él aprendimos que hay 7 budas
que se corresponden con los días de la semana, según el día que naciste. Descubrí
que el mío es el buda reclinado y casi que encontré explicación a mi vocación
de sueño.
Digamos que de todos los templos en los
que hemos estado, este fue el más activo, tanto que me arriesgaría a decir que
es el Disneylandia de los templos: había piedras donde se dejaban los nombres
de los visitantes, una tela donde se escribían los deseos, campanitas con los
nombres de parejas y hasta un monje que “bautizaba” sin cargo. Ahí fue cuando Mila
recibió su primera agua bendita de manos de un monje casi tan antiguo como el
templo y su pulserita “espantamalosespíritus” con las palabras más alentadoras
del mundo: Happines, happiness, happiness. Ian también se puso en la cola y
aquella pulserita que en algún otro momento le causó tanto conflicto le duró lo
que tardamos en llegar al hotel.
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Foto de Moni |
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Foto de Moni |
El día lo terminamos en la comunidad de
las “Long Necks”. A pesar de las advertencias sobre lo deprimente del
espectáculo, queríamos comprobar cuánto podíamos soportar al ver la cultura
manoseada por esta Tailandia que a veces se vuelve tan cruel.
Craso error. Me explico: Long Necks
es una comunidad de mujeres que por belleza entienden tener el cuello largo. De
allí que se alarguen el cuello con una especie de collares que añaden cada vez
más piezas, a medida que se les deforma la cara. Hasta allí puede sonar una
experiencia antropológica interesante. Sólo hasta que llega uno a la comunidad
y se da cuenta que los cuellos han sido escandalosamente comercializados en pos
de un turismo tan retorcido como la propia comunidad (entre los que obviamente nos encontrábamos nosotros). A tal punto llegan las
ansias de rentabilidad que han montado un escenario en donde cualquiera se
puede sacar una foto montando su cara en un círculo que descubre un cuerpo de
una long neck. Nos fuimos de allí con 500 baths y 20 minutos menos de nuestras
vida, reprochándonos haber entrado al espectáculo.
El resto de imágenes se quedaron en el
Ching Mai prolijo, ordenado, con veredas (cosa rara en Tailandia). En aquella
ciudad Tailandesa más próxima al barrio de Gracia o Palermo Hollywood que al
desorden de Bangkok. En los mercados más baratos del mundo con las cosas más
bellas del país. En los restaurantes que entretienen a tu bebé mientras uno
come tranquilo. En los hombres que dicen piropos, en la mirada de un pueblo simpático
que no hace esfuerzos para convencerte de las cosas, porque las cosas ya nos
convencen por su propia cuenta.
Tal vez por todo esto, Chiang mai sigue
cautivando a todos aquellos que tenemos la suerte de pasar por ahí.