Mis recuerdos de Bangkok se remontaban a
9 años atrás cuando pisamos por primera vez Asia con veintitantos años y una
mirada virgen de esta parte del mundo, que nada tiene que ver con occidente. No
sé por qué, creí que los ojos de mis treintipico y mi segunda vez en la ciudad
no podrían asombrarme más de lo que se asombra uno con el cuarto gran amor de
su vida. Sin embargo, he de confesar que Bangkok me maravilló mucho más que la
primera vez.
El viaje a Bangkok surgió imprevistamente,
reemplazando los planes de playa del fin de semana. De tan imprevisto que era
no tuvimos hotel reservado hasta la noche anterior al viaje. Pero a pesar de eso,
generaba en nosotros grandes expectativas por dos motivos: volver a una gran ciudad después de
1 mes entero en un pueblo de una isla y encontrarnos con Viqui que llegaba con
la mochila al hombro para empezar su gran viaje por estas tierras.
En Bangkok nos recibió el tráfico y con
él nuestros archienemigos los taxistas. Lo primero que escuchamos de ellos fue “Go Hotel, 400 bths”, algo así como 10 euros,
un precio ridículamente caro para Tailandia. Por
supuesto que un mes y medio de piel curtida de tailandeses ayudaron a convencer
a nuestro amigo Wanob Chantawon -o eso rezaba su licencia- que sólo nos
subiríamos si usaba el taxímetro. Y sí, hasta su nombre nos advertía que Chantawon
era propiamente un “chanta”, porque esos 400 bths que nos ahorraba generosamente
por el famoso tráfico de la ciudad resultaron siendo unos 160 baths reales. Un
chanta Chantawon.
Chantawon fue sólo el prólogo de lo que
nos esperaba de nuestra futura relación con los taxistas. Todos ellos reaccionaban a la primera con una
cara de duda total sobre el destino que escogíamos, y hablo de los lugares turísticos típicos a los
que vamos todos. O se hacían los que no
sabían porque nuestra palabra favorita era meter.
Pero me inclino más por la opción de que para ser taxista en Bangkok el único
requerimiento es tener un vehículo.
Cabe destacar el asombroso taxi/casa que
nos tocó una noche. Paso a describirlo: altar sobre capot con buda incluido;
ofrenda florar colgada del espejito; televisión con reality show tailandés
encima de la botonera de aire acondicionado; iphone con altavoz estampado a la
altura de los ojos y suponemos que nuestra vista no llegaba a
ver la manguera que saldría debajo del asiento para no tener que frenar e ir al
baño.
Pero Bangkok no se alimenta sólo de
taxis. Por eso nuestro recorrido también incluyó una serie de viajes en metro,
construido en las alturas, dando esa sensación de estar siempre en el límite de
la ciudad, rodeados de rondas, circunvalaciones y panamericanas. Un metro lleno
de escaleras mecánicas que dependiendo del día y la hora prefieren subir o
bajar. Me imagino a los tailandeses con el calendario de horario de escaleras:
“Esta mañana toca bajar”.
Caminamos y caminamos y nos cruzamos con
costureras que sacan las máquinas de coser de la abuela a la calle y reciben a sus clientes
en la mismísima acera; con banderas cruzadoras (crossing flags) que cuelgan a un lado de una especie de semáforo y
sirven para estirarlas delante de uno mismo cuando se lanza en la terrible
odisea de cruzar una calle en Bangkok; con una manifestación de Hare Krishna
que repartían cacahuates en nombre de la alegría; con cucarachas en el
restaurante del barrio chino; con un tren de los años 20 cruzando la avenida;
con monjes en los Templos; con sol, con lluvia.
Comimos variedades tailandesas y pecamos
de occidentales con algún Starbucks en el camino. Nos animamos a cenar en un
tailandés del Bangkok profundo, por recomendación de un Israelí que encontramos
en la calle, donde el buffet libre se calentaba en un fogón muy particular y el
postre consistía en cremas de colores azules, verdes y negros que se combinan
con manteca y pan. La comida cruda apestaba a chino y la mitad de los platos
eran completamente desconocidos para nosotros. Todo esto, mientras mirábamos la
novela tailandesa de moda!
Volvimos a los lugares icónicos de la ciudad:
el Grand Palace, Wat Aron, el barrio chino, el barquito por el río, el mercado Chatuchak.
Recorrimos la noche subiendo 62 pisos para ver la panorámica más fotografiada
de la ciudad; terminamos el cumple de Agus en un bar ambientado en la China de
los años 20. Nos subimos a un tuc tuc con los enanos, pedido a gritos por el
propio Ian.
Finalmente, nos encontramos con el monje
más simpático del mundo que ha logrado lo que no pudo la iglesia católica conmigo
en más de 30 años: tirarme agua en la cabeza! En ese momento creí que estaba
ante un bautismo encubierto en donde una simpatía y una posible foto habían
bastado para poner fin a mi ateísmo y por fin convertirme a una religión sin darme
cuenta. Pero más tarde entendía que al final mi visión de las cosas es más
cristiana de lo que pensaba porque el agua simplemente espantaba a los malos espíritus de mi alrededor y la pulsera me protegía de ellos. Creo que
en el fondo hasta me decepcioné de no haberme convertido en budista con el agua
en la cabeza.
Esto fue, sin más, mi segundo gran Bangkok. A ver qué me depara el tercero..
todo de película
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